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26 abril 2018 4 26 /04 /abril /2018 23:00
Arquitectura de la Desigualdad (87)

En los últimos 15 años, cerraron casi 60 mil fábricas en el mundo, y desaparecieron más de 4,8 millones de empleos manufactureros bien pagados. Buena parte de esto está relacionado con los desastrosos tratados comerciales que estimulan a las empresas a instalarse en países de bajos salarios

Bernie Sanders

Como comentábamos en la entrega anterior (a propósito de la obra "La empresa criminal. Por qué las corporaciones deben ser abolidas", de Steve Tombs y David Whyte, reseñada por Pedro López en este artículo para el medio Crónica Popular que estamos siguiendo), la impunidad se disfraza en el caso de las grandes empresas en aspectos como el lenguaje, y una legislación muy favorable hacia sus perversas prácticas. Los autores dan numerosas datos que avalan dicha tesis. A principios del siglo XXI, según Tombs y Whyte, menos del 3% de todos los juicios por delitos contra la salud y la seguridad de los trabajadores acabó en condena individual en crímenes con resultado de muerte o lesiones. Asímismo, el total de multas impuestas a los bancos por la crisis de 2008 no alcanza ni el 1% de los beneficios obtenidos por los mismos. Por su parte, los procesos de liquidación y concurso de acreedores ofrecen a las empresas una mayor cobertura y flexibilidad legales. La conclusión está bien clara: el estatus de personalidad jurídica ofrece enormes beneficios y ventajas con respecto al de personalidad física, a la hora de eludir responsabilidades penales para los altos cargos directivos de estas corporaciones. En palabras de los autores, la corporación delimita un ente de "irresponsabilidad estructurada" basada en la separación de intereses entre sus acciones y los directivos que las ordenan. Es decir, la actividad de la empresa acaba enajenada de las acciones humanas que tienen lugar dentro de ella, dada la compleja estructura burocrática, con múltiples capas de gestión y una compleja división del trabajo. Todo ello además se dispara cuando la gran empresa matriz contrata para sus actividades a empresas intermediarias, las llamadas subcontratas. 

 

Por cientos podríamos contabilizar los tipos de daños (delitos corporativos, hablando en propiedad) que estas empresas cometen al mundo en general, que han de ser entendidos como crímenes en toda su dimensión. A vuelapluma, podríamos citar los delitos de cuello blanco, los de adulteración alimentaria, los de abuso de monopolio u oligopolio, las muertes laborales, o los producidos por los flagrantes ataques y destrucciones que se realizan al medio ambiente. El Estado, aunque intenta paliar (mediante una muy laxa legislación) los efectos dañinos de esta actividad económica sin escrúpulos, en realidad no incluye este objetivo entre sus principales funciones. Así que más que perseguir, identificar y castigar estos crímenes corporativos, previene con su dejadez que éstos sean identificados, perseguidos o formalmente reconocidos como tales. Si un banco cobra una determinada comisión abusiva a un determinado cliente no pasará nada, mientras que si es el cliente quien roba al banco será inmediatamente perseguido y detenido por la policía. Y eso que atracar al banco se traducirá en descontar de los beneficios, y restituir lo robado mediante las compañías aseguradoras, todo lo cual no afectará en nada a los depósitos de sus clientes. La desigualdad es clara e insultante, manifiesta y perversa. Pedro López concluye de la siguiente forma, a la luz de los datos de los autores: "El único fin de la empresa, soporte del moderno capitalismo, es la mera acumulación y maximización de beneficios, queda claro que la empresa no es una institución benefactora; y queda claro que sus daños y crímenes no son meros efectos marginales, sino centrales de su actividad. Y también que su pretendida eficiencia sea un motor de innovación, progreso y bienestar; por el contrario, la mayoría de los sectores mantienen de hecho un régimen de oligopolio y sus beneficios derivan no tanto de su iniciativa como de su posición de poder; en este sentido, no sólo nunca ha existido un mercado libre, sino que éste es imposible". 

 

Por tanto, para nosotros está claro que la entidad, la forma corporativa mata, mutila, daña, estafa, roba, delinque y destruye a las personas y al medio ambiente, en su búsqueda insaciable de beneficio. Y todo ello no lo hace de forma colateral, como un efecto secundario, o como un fleco adicional, sino como un producto inevitable de su propia actividad. Y todos estos crímenes corporativos, como debieran ser llamados, gozan de un alto grado de impunidad, debido al Derecho y a los Estados, ya que éstos crean y facilitan un mercado, que es en realidad una construcción política, social, legal e ideológica. La asociación entre los Estados y las más grandes corporaciones es una asociación estratégica para ambos. En caso contrario, no podrían haberse dado, sin ir más lejos, los famosos rescates bancarios, paradigma de la cruel colaboración entre ambos bajo el modelo capitalista. Pero gracias a dicha colaboración son también posibles los fondos buitre, las privatizaciones, los desahucios, las estafas masivas a clientes, los cortes de suministros básicos, y un largo etcétera de aberraciones que venimos padeciendo. Parece que sólo una conclusión racional es posible, si queremos romper esta arquitectura de la desigualdad: la criminalidad y el daño generados sólo pueden ser mitigados aboliendo las corporaciones como tales. Y ello implica atacar y destruir toda la argamasa legal sobre la que descansa el poder y la tremenda irresponsabilidad de las empresas, y sanear y transformar el mercado laboral para acabar con la hegemonía, la precariedad y el terrorismo empresariales. Las grandes corporaciones no pueden ser reformadas, ya que son violentas, depredadoras, criminales y ávidas de beneficio. Son la peor expresión del capitalismo organizado. 

 

Las grandes empresas constituyen el lado más visible de este deshumanizado sistema que esclaviza a la humanidad y destruye el planeta, por lo que hemos de evitar que continúen su expansión sin límites y su crecimiento en influencia y poder sobre el resto de las esferas sociales. Pero entiéndase bien: no estamos demonizando a la empresa como tal, estamos demonizando al modelo actual de corporación capitalista, por ser el fiel reflejo de los paradigmas que éste difunde: competitividad, egoísmo, individualidad, falta de solidaridad, afán desmedido de lucro, y actividad depredadora por propia esencia. No estamos en contra de un nuevo modelo empresarial surgido al calor de los valores contrarios. Porque además, dicho modelo contrario descansaría sobre un mercado laboral menos mercantilizado, más humano e igualitario. La arquitectura de la desigualdad debe ser desmontada, en cuanto al modelo corporativo se refiere, atacando la impunidad de las empresas transnacionales, definiendo marcos de actuación desde la fortaleza de un derecho internacional basado en la prevalencia de los derechos humanos, y volviendo a colocar el trabajo humano y la naturaleza como las dos fuentes de riqueza por excelencia, que por consiguiente han de ser profundamente respetadas. El actual poder de las organizaciones transnacionales es el propio escudo del capitalismo, es la armadura fabricada a su medida, para dar preferencia al modelo empresarial tiránico y depredador. La arquitectura de la desigualdad laboral se ha disparado durante las últimas tres décadas, dado el tremendo avance de los procesos de desregulación y globalización económica, y la expansión a escala global de las políticas neoliberales ya implementadas en los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Reino Unido, auténticos laboratorios para los economistas de la famosa "Escuela de Chicago" de Milton Friedman, de la que ya dimos profunda cuenta en este otro artículo. 

 

Todos esos precedentes han servido para construir un sucio entramado político, económico, jurídico y cultural, a nivel global, del cual las empresas y grandes corporaciones han sido las principales beneficiarias. No sólo el propio poder alcanzado, sino hasta un sinfín de conceptos de nuestro imaginario colectivo, que benefician profundamente la visión y la actividad empresariales, marcan nuestro ideario económico de andar por casa. El poder económico es brutal (la petrolera Shell, por ejemplo, obtiene unos ingresos superiores al PIB de Emiratos Árabes Unidos). El poder político se manifiesta y afianza mediante las llamadas "puertas giratorias" y los procesos de privatización de los servicios públicos y derechos fundamentales de las personas, los pueblos y las comunidades. El poder cultural se manifiesta a través de la poderosa publicidad y sus técnicas de márketing asociadas, que consolidan y amplían su gran poder de comunicación y persuasión, imponiendo los cánones de la alienante sociedad de consumo. Y en cuanto al poder jurídico, como estamos comentando, resulta ser la cuarta y última pata, pero no menos importante, que consagra el poder y la hegemonía empresarial: tratados internacionales, acuerdos de libre comercio, organismos internacionales que velan por las relaciones comerciales, jurisprudencia nacional e internacional favorable a las empresas, y un derecho internacional sobre los derechos humanos muy laxo, son los principales puntales donde descansa la inmensa influencia que las grandes corporaciones ejercen sobre países, Estados y gobiernos, y el conjunto de sus poblaciones. Y así, una tupida red de convenios, acuerdos, tratados y convenciones conforman un nuevo "Derecho Corporativo Global", que en esencia proyecta la desigualdad favoreciendo a estos adalides del más salvaje capitalismo. Continuaremos en siguientes entregas.

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