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17 marzo 2023 5 17 /03 /marzo /2023 00:00

Hace pocos días, aparecía una noticia que ha saltado rápidamente a todo tipo de informativos[1], de todas las cadenas, tanto nacionales como territoriales, y que se ha debatido en todo tipo de programas de tertulia y actualidad: se trata básicamente de un canal de Telegram, de reciente creación, dedicado a publicar escenas de peleas callejeras entre niños/as y adolescentes, que organizan estas quedadas para pegarse, dejar las escenas grabadas y subirlas a la red social, que cuenta ya con más de 700 seguidores. Las escenas muestran agresiones y violencia explícita, mientras una multitud a su alrededor jalea el vergonzoso espectáculo. Más allá de los asuntos de carácter penal que pudieran derivarse, y de la onmipresencia de las redes sociales, con su labor de contribución al aumento del cretinismo digital, el hecho es que todos los periodistas y tertulianos que han opinado sobre el asunto se han rasgado las vestiduras, pero creo que realmente la pregunta que debiéramos hacernos es: ¿debe sorprendernos este terrible comportamiento?

 

Voy a sostener, en lo que sigue, que no sólo no es nada sorprendente, sino que es una consecuencia completamente lógica, derivada de la estructura social que hemos construido y desplegado, la cual es mostrada y legitimada directa o indirectamente a nuestros niños, niñas y adolescentes, de forma continua, que la absorben y la normalizan en su mente y su corazón, llegando a reproducir, a su manera, conductas del mundo que nos rodea. En efecto, nuestro mundo (nos referimos a los cauces donde se mueve el capitalismo neoliberal globalizado) es un mundo violento y sombrío, un mundo cruel y despótico, despiadado y macabro. Es un mundo individualista,  insolidario y egoísta, un mundo que gira en torno a la premisa del “sálvese quien pueda”, lo cual legitima cualquier comportamiento en defensa a las agresiones del propio sistema. Podríamos poner miles de ejemplos de esta situación, de este retrato de nuestro mundo actual, que nuestros niños/as y jóvenes asimilan diariamente, en su entorno familiar, en colegios e institutos, en grupos de amigos, y sobre todo, en redes sociales.

 

Y todo ello, además, va calando en las percepciones psicológicas de nuestra juventud, hasta tal punto que muchas situaciones llegan a estallar de forma alarmante: sin ir más lejos, en un instituto de la localidad valenciana de Mislata, ha dimitido recientemente todo el equipo directivo del centro[2], ante la imposibilidad de poder gestionar la avalancha masiva de actitudes suicidas de su alumnado. Sólo algunos ejemplos bastarán para dibujar un breve retrato de dichas características, y comprender que no es lógico sorprendernos ante estas violentas actitudes de nuestros adolescentes, sino concluir que es el propio sistema quien fomenta dichos comportamientos: por ejemplo, asistimos atónitos a la dialéctica belicista de nuestros políticos (tanto nacionales como internacionales) en la guerra de Ucrania, donde en vez de estar hablando de negociaciones de paz, hablan de envíos de armas, de adiestramiento de soldados, de sanciones económicas y de amenazas bajo una peligrosa escalada verbal. En una palabra: violencia.

 

Por ejemplo, también asistimos atónitos a la escalada de violencia de género, con varias decenas de feminicidios cada año, que se fundamentan en un culto al patriarcado, gran aliado histórico del capitalismo. Y lo más peligroso de ello es que múltiples estudios demuestran que existe un gran porcentaje de niños/as, jóvenes y adolescentes que banalizan la violencia de género, que no creen que exista, o que minimizan su impacto. Además, ante una falta de educación sexual de calidad, está comprobado que estos jóvenes acceden, vía Internet, y a edades cada vez más tempranas, a la pornografía más sexista, sin ningún control. En una palabra: violencia. Otro ejemplo lo tenemos en el inmenso mundo de la precariedad en todas sus facetas (exclusión social, escasez, pobreza, pobreza severa…) en el que viven gran parte de las familias, en situaciones de desempleo, o con prestaciones indignas, que no permiten hacer frente al pago de hipotecas, ni al sustento básico (alimentación, vestido, aseo, ocio…) que toda persona necesita. La vida precaria ya representa, en sí misma, una cierta forma de violencia, ya que está sometida a continuas situaciones de angustia vital, miedo e incertidumbre. Y por supuesto, las desigualdades sociales van acrecentándose a un ritmo absolutamente escandaloso. En una palabra: violencia.

 

La banalización de la violencia se vive también en otros muchos ámbitos de la vida cotidiana, que se manifiestan en multitud de aspectos: violencia de bandas juveniles, violencia parlamentaria verbal (en algunos países se han producido bochornosos episodios de violencia en sede parlamentaria, incluso con golpes entre los diputados), violencia entre los propios adultos (como en el fútbol, por ejemplo), maltrato animal (que además queda impune en la mayoría de las ocasiones), etc. En una palabra: violencia. Por su parte, los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, que ostentan el monopolio público de la violencia, la ejercen algunas veces contra colectivos indefensos o que no han cometido ningún delito, como por ejemplo ocurre con la violencia contra los migrantes. Y por supuesto, todo ello es extensivo a determinados colectivos que únicamente luchan por sus derechos (Derechos Humanos básicos), como la violencia que se ejerce contra los inquilinos de viviendas gestionadas por fondos buitre, o contra personas indigentes, o contra personas racializadas, etc. En una palabra: violencia.

 

Todo ello caldea a su vez el ambiente para que la violencia sea ejercida, en este caso, por la propia población, que se ve impotente e indefensa para poder reclamar sus derechos más elementales (y desata la violencia en determinadas manifestaciones o actos de protesta), o bien que dirige sus reproches hacia colectivos que no tienen la responsabilidad del entorno violento y agresivo, tales como la violencia ejercida contra sanitarios/as o profesores/as. En una palabra: violencia. Por último, podemos destacar también la violencia ejercida por los propios escolares hacia sus compañeros/as, en forma de bullying o acoso escolar, atacando determinadas características como el aspecto físico, la inteligencia, la personalidad, la forma de hablar, etc. En resumidas cuentas, la violencia se coloca a flor de piel bajo un modelo social como el que hemos contribuido a construir. La pregunta, a tenor de todo este desolador panorama, es evidente: si éste es el mundo que le estamos presentando a nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes, ¿cómo pretendemos que ellos/as no reproduzcan, a sus modos, toda esta violencia?

 

Creo que los ejemplos han sido lo suficientemente ilustrativos para alcanzar una clara conclusión: mientras continuemos sosteniendo esta diabólica espiral política, económica y social de culto al capitalismo más salvaje, mientras sigamos siendo esclavos de este perverso sistema, asistiremos, desgraciadamente y cada vez más, a una escalada en los grados y situaciones de violencia cotidiana, que alcanzarán cada vez escenarios más normalizados de la vida en común, tanto pública como privada. Es el propio sistema quien fomenta la violencia, es el propio sistema quien se nutre y se alimenta de ella, es el propio sistema quien la necesita, y por tanto no podemos sorprendernos, sino reflexionar calmada y profundamente sobre los cimientos donde descansan nuestros modelos sociales, para intentar cambiarlos hacia modelos que fomenten justamente los valores contrarios: la equidad, la diversidad, la inclusión, el reparto, los bienes comunes, la igualdad, la empatía, la redistribución de la riqueza, el interculturalismo, el feminismo, el pacifismo, el cooperativismo, la ayuda mutua…Sólo alcanzando estos valores, de forma colectiva, seremos capaces de erradicar este peligroso fenómeno, que irá al alza si seguimos, únicamente, sorprendiéndonos ante él, haciendo como que no va con nosotros, mirando para otro lado, o intentando darle absurdas explicaciones.

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