"Aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado"
(John Berger)
Era la cita del magnífico escritor, sobre la que Olga Rodríguez añadía que "es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de posesiones, de circunstancias, de necesidades. Aceptar la desigualdad como natural es creer que podemos ser de forma aislada, individual, sin sentirnos apelados por lo colectivo. Rebelarse contra ella es defender que la dignidad de todos, el derecho a vivir disfrutando y no sufriendo, debe ser el más preciado de los valores". Porque continuamos, en esta entrega número 24 sobre la serie de artículos dedicados al capitalismo, al socialismo y al marxismo, hablando sobre desigualdades y sobre clases sociales. Y otro concepto que pivota también sobre la aceptación de las desigualdades es el de darwinismo social, que a su vez tiene también mucho que ver con otro que pudiéramos llamar "meritocracia". Porque una sociedad de clases, como la capitalista, implica que el poder económico, social, político, militar e ideológico está en las manos de la clase dominante.
Y ya estamos comprobando cómo en nuestra sociedad, los poderes fácticos, como el económico y el ideológico (que incluye a los medios de comunicación, que son potentes herramientas al servicio de la divulgación de las ideas dominantes y el pensamiento único), no requieren de procesos democráticos de elección, sino el hecho de estar en posesión, de haber acumulado grandes riquezas, generalmente sin importar la manera en que se las obtuvo. El darwinismo social pretende trasladar los principios científicos de la evolución natural de los ecosistemas y sus especies al campo de la sociedad humana, difundiéndolo como un justificativo de la injusticia social y poniendo en los hombros de los oprimidos la responsabilidad de su situación. Los darwinistas sociales argumentarán que, al igual que en la selva, "el más apto sobrevive", y asumirán que "cada uno tiene lo que se merece", en una competencia descarnada entre ganadores y perdedores. Pero los ganadores son los que ocupaban ya estratos altos de la sociedad y que no necesariamente demuestran merecer su holgura económica y su posición de poder. Los integrados y los que están a gusto con el estado de cosas, creen que reciben lo justo, lo que corresponde a sus méritos, como una justa y natural gratificación. En consecuencia, los desposeídos reciben también lo que se merecen.
De esta forma, la relación entre meritocracia, desigualdad y competitividad está presente continuamente. Aplicado al campo educativo, por ejemplo, se presenta una contradicción irresoluble entre el concepto de educar para la solidaridad, que prefiere esperar al compañero para llegar juntos a la cumbre, o educar para la competitividad, que supone, bajo el paradigma del mercado, que el pez grande se coma al chico. Una meritocracia que olvide los aspectos sociales, miente pretendiendo que hay una competencia en igualdad de condiciones, pues en realidad sólo impulsa la competitividad individual, dejando de lado la solidaridad como una actitud que impide ocupar un puesto entre los ganadores. Pero, ¿es democrática una sociedad compuesta de "ganadores" y "perdedores"? Absolutamente NO, y menos lo es cuando esta clasificación se presenta como condición vital y permanente. Tampoco cuando justifica las disparidades sociales, y bajo la presunción de que "cada cual tiene lo que se merece", oculta las auténticas raíces de la desigualdad y legitima la injusticia social. Por ello, los mecanismos instaurados por las actuales sociedades son opuestos a la democracia, y forman parte más bien de un cuerpo doctrinario que sólo obedece en el fondo a la pretensión de perpetuar el capitalismo.
La tendencia a que la clase trabajadora se precarice cada vez más está muy clara, y se nota especialmente en tiempos como los actuales, cuando mediante la excusa de la crisis, las clases dominantes aprovechan para implantar mecanismos y normativas que siempre quisieron hacer, y no pudieron, por estar pasando la sociedad por una etapa de mayor o menor incertidumbre, como por ejemplo ocurrió aquí durante la Transición. Desde el fin de la Transición (principios de la década de los años 80 del siglo pasado) hasta la actualidad, tanto con Gobiernos del PSOE como del PP, el ataque a las clases trabajadores ha sido lento y tímido, pero continuo. Pero sin embargo, desde 2007 hacia acá, el ataque ha sido más cruento que nunca en la historia democrática, precisamente para aprovechar la coyuntura. Y así hemos llegado a la instalación social de la clase que pudiéramos denominar como el "Precariado". Se trata del último eslabón, del último escalón posible dentro de la clase trabajadora, aquél estadío donde hasta los derechos más básicos y elementales son arrebatados, despojando de esta forma la capacidad para desarrollar un mínimo proyecto digno de vida.
Así que para finalizar esta entrega, y sobre el precariado, retomo textualmente las palabras de Nega, en su artículo de respuesta a Pablo Iglesias cuando dice: "La precariedad —aunque según algunos autores pudiera parecerlo— no es ninguna novedad ni el último grito en las relaciones laborales. La clase obrera la viene sufriendo desde que el que el capitalismo es capitalismo y el trabajo asalariado se convirtió en civilización y no es otra cosa que unas condiciones de trabajo lamentables y abusivas. Las jornadas de 14 horas en los telares, los mineros sin seguridad, los jornaleros que no cobraban si ese año la cosecha era mala, el servicio que vivía encerrado en la casa del señorito, el obrero subido en el andamio… ¿No es precariedad? Por supuesto que sí, no deja de ser curioso que Los santos inocentes se ubique cronológicamente en pleno auge fordista, benditas contradicciones postmodernas. Pero entonces llegó Negri (seguido por su coro de creyentes) y nos dijo que la precariedad era algo novedoso, tanto que acuñó un nuevo término: el precariado".
Y continúa: "En realidad —y es bastante significativo— el término proviene de la Fundación Friederich Ebert, vinculada al partido socialdemócrata alemán (SPD). Un nuevo tipo de asalariado que sufría la precariedad, es decir, unas condiciones laborales precarias, en el marco del nuevo capitalismo post-industrial caracterizado por su inmediatez, su flexibilidad y su prevalencia de lo simbólico sobre lo material. ¿Y esto cómo se traduce? En que mi madre friega platos ajenos y es clase obrera. Pero si la que friega platos ajenos es una joven con carrera y un máster que habla tres idiomas y milita en Juventud Sin Futuro no es clase obrera (y vaya por delante que me parece que hacen una grandísima labor) es un nuevo sujeto emergente, es precariado, intelectual además. Se traduce en que una camarera es clase obrera siempre y cuando sea una choni que será camarera el resto de su vida, si está de camarera para pagarse los estudios de Ciencias Políticas no es clase obrera, es un nuevo sujeto emergente incapaz de identificarse con la clase obrera insertado que refuerza el intelecto colectivo...". Continuaremos en siguientes entregas.