Los llamados Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) constituyen verdaderos agujeros negros en nuestras sociedades por los que se sustraen los derechos humanos más elementales. Son una aberración jurídica, incumplen de forma evidente la Constitución y suponen una manifestación de políticas racistas y criminalizadoras de la migración
Y al igual que se les recluye en los CIE, se les recibe hostilmente, no se les integra en la sociedad, se les deja al margen de cualquier salida digna, se atacan sus derechos fundamentales, se persiguen si se dedican a cualquier actividad sumergida, y un largo etcétera de despropósitos, también se les ve como cosas amenazantes para nosotros. Más que como extranjeros, los migrantes pobres son vistos como entes rechazables. Después de que les enviamos armas para enconar sus conflictos, de que expoliamos sus riquezas naturales, y de que intervenimos sus alimentos, lo último es hacerles pasar un nuevo calvario cuando llegan aquí. Toda una serie de campañas mediáticas exageradas, desenfocadas, fuera de contexto e inmersas en el periodismo más sensacionalista, nos presentan a los migrantes de esta forma. No nos cuentan nada sobre la responsabilidad de nuestros gobiernos, sobre el trabajo que realizan en sus países de origen las grandes empresas multinacionales. En palabras de Antonio Fernández Vicente: "Sencillamente, no se habla de personas. El otro extranjero es un número. Sin derechos ni tan siquiera rostro que le singularice. Cosas a las que se dispara con balas de goma y de quienes se nos protege con cuchillas afiladas. Y es la estrategia de reificación de los medios la que apuntala la falta de empatía y sensibilidad hacia los desplazados de la miseria. Reducirlo todo a números y cifras. Suscitar miedo a esos pretendidos 30.000. Lo extraño es que no se agolpen los 300 millones de hambrientos". Ni aún se podría hablar de invasión, sino de una huida justificada. Justificada ante tanta aberración, ante tanta devastación, ante tanta masacre. Se discute con frivolidad no solo en barras de bares o tertulias, sino incluso en las Cortes, por señorías diputados/as y senadores/as, sin apenas tener idea del sufrimiento de los otros. Se les adjunta una simple etiqueta de migrante, como algo de lo que hay que huir, que hay que esconder, o al que hay que impedir su llegada. Y si es que llega, algo a lo que hay que hacerle la vida imposible. Desde la distancia que marca nuestra plácida vida capitalista y consumista, desde la indiferencia de quien posee una vida colmada de derechos, y en cuya obtusa mente no cabe ni siquiera la imaginación y la sensibilidad necesarias para comprender una situación así.
Todo un pleno ejercicio de deshumanización de los migrantes, al que estamos acostumbrados, porque además el propio sistema nos ayuda a ello, nos conmina a ello. Y después de todo ello, hemos de escuchar además que los migrantes "denigran nuestra sanidad", "ensucian nuestra educación", "atacan nuestra seguridad", y otros exabruptos por el estilo, salidos de la boca alienada y embrutecida de la ciudadanía, sobre todo de aquéllas que pertenecen a personas con una sensibilidad bajo mínimos. Sin embargo, vemos con perfectos ojos el fenómeno del turismo rico, o de la inmigración rica. Santiago Alba Rico lo explica muy bien en este artículo para el medio Cuarto Poder. Retomo sus palabras: "900 millones de personas se mueven por el mundo todos los años. No son emigrantes. Son turistas que viajan libremente a Senegal, a Túnez, a Tailandia, a Egipto por poco dinero y sin ningún peligro. Gastan poco, destruyen los recursos locales y generan dependencias neocoloniales que convierten a los nativos en inmigrantes en sus propios países, donde son perseguidos y reprimidos como si estuvieran en París o Madrid. Esto también es un hecho. Y sin embargo a nadie se le pasa por la cabeza prohibir el turismo, no obstante la destrucción ecológica y social que genera. Aún más: todo el mundo consideraría una medida totalitaria la de un país del Tercer Mundo que, para proteger a sus conciudadanos de los efectos comprobadamente perniciosos del turismo, impidiese la entrada a los extranjeros que quieren ver las Pirámides o persiguiese y deportase a los clandestinos que sorprendiese fotografiando el Tah Mahal. Pues bien, entre esos 900 millones de turistas que viajan todos los años (cifra 100 veces inferior a la de los emigrantes desplazados) muchos pertenecen a las clases trabajadoras europeas. Cuando hablamos de limitar o combatir la inmigración en nuestros países y de hacerlo en nombre de esa clase trabajadora, estamos legitimando --y movilizando y explotando-- el voto insolidario de españoles --o italianos o franceses-- que reclaman su derecho a viajar a Senegal, y al mismo tiempo, su derecho a impedir que los senegaleses viajen a España. Es decir, estamos aceptando como natural un doble rasero de consecuencias materiales éticamente más que dudosas: nosotros tenemos derecho a viajar a Senegal, los senegaleses no tienen derecho a viajar a España. Más aún: nosotros tenemos el derecho "universal" de viajar a Túnez y tenemos además el derecho "español" de impedir a los tunecinos viajar a España".
Desde esta lógica, es preciso entender que los migrantes están reivindicando su derecho universal al desplazamiento, y lo están haciendo además no por ocio ni por aventura, ni por conocimiento ni por vacaciones, lo están haciendo por necesidad. Por estricta necesidad. Y nuestra vileza llega hasta tal punto que para impedirles llegar alcanzamos acuerdos con sangrientas dictaduras, los ponemos en manos de traficantes de personas, los sometemos al encierro o a los campos de concentración, los herimos con concertinas, los dejamos ahogar en el mar, los deportamos a sus lugares de origen, o los condenamos a vagar por un submundo de ocupaciones ilegales o sumergidas. Solo un pequeñísimo porcentaje de personas llegadas por la vía migrante (pobre) consiguen insertarse en su sociedad de destino, e incluso destacar como buenos profesionales, si les permiten dedicarse o formarse en ello. Practicamos, sin paños calientes, un genocidio estructural ante el fenómeno de la migración. Estamos dispuestos (pero no lo conseguiremos) a acabar con los migrantes al precio que sea, bajo los modos que sean, ejerciendo las prácticas que sean, tomando las decisiones que sean. No nos importa el precio que haya que pagar. Solo pretendemos acabar con el fenómeno. Que deje de venir gente, que se reduzcan las cifras. Ese sería, para nuestros dirigentes y nuestras desalmadas instituciones, el mayor éxito en política migratoria que podríamos alcanzar. Sin más explicaciones. Todo esto, además de imposible, es de todo punto inhumano y degradante. Los derechos de los españoles, de los americanos, de los franceses o de los italianos, los derechos de los ciudadanos de cualquier sitio del mundo, no están por encima de los derechos humanos. El tiempo situará en su sitio a estas bárbaras políticas. Y también el tiempo hará comprender a la sociedad en su conjunto que la apertura de las fronteras y la recepción e integración de los migrantes es la única salida digna que podemos ofrecer. Tenemos una mochila de horrores muy cargada para con sus pueblos, y mientras no la corrijamos, lo menos que podemos hacer es permitir a estas personas, obligadas a migrar, que puedan hacerlo con dignidad. Es el programa mínimo para una nueva Política de Fronteras, como venimos reivindicando durante toda esta serie de artículos.
Un programa mínimo para una Política de Fronteras que crea en la Declaración Universal de los Derechos Humanos ha de ir de la mano, de forma inseparable, de la transformación de las políticas exteriores de nuestros países, abandonando el germen imperialista que nos abduce y nos conmina a dominar territorios extranjeros. En el capitalismo, señala Alba Rico, existe una clara paradoja, al mostrarse como movilizador e inmovilizador: "obliga a huir, a reciclarse, a trasladarse, y al mismo tiempo, refuerza las fronteras". Esta flagrante contradicción muestra a las claras que al capitalismo no le interesan las personas, ni de dentro ni de fuera de cualquier país. Sólo al capital le interesa el capital. De ahí que los impedimentos, controles, protección, militarización, etc., se realicen siempre a las personas, pero no a los capitales, que fluyen libremente por todo el mundo, de terminal en terminal, de paraíso fiscal a paraíso fiscal. ¿Por qué no nos dedicamos a crear un paraíso para las personas en vez de un paraíso para los capitales? ¿Por qué no un paraíso poblacional en lugar de un paraíso fiscal? He ahí la reflexión a la que tenemos que hacer frente, tarde o temprano. ¿Política de Fronteras dura? Sí, pero para los capitales, no para las personas. ¿Controles y exigencias? Sí, pero para las empresas, no para los migrantes. Precisamente, el capitalismo ha dejado tanta libertad a los capitales, que han llegado a la prostitución del ser humano. Para el venerado capital no existen inconvenientes, sino ventajas: cualquier empresa puede "externalizar" sus sedes y sus capitales, es decir, sus fronteras, y ahí no existe el menor problema. Más bien al contrario, las leyes de la globalización neoliberal cada vez lo ponen más fácil. En cambio, para los migrantes pobres todo son problemas: el abandono de su país, las propias rutas migratorias, las mafias, las fronteras rígidas, las deportaciones, la falta de integración, el racismo institucional realmente existente...¿Existe racismo para el capital? Nada de eso, el capital puede fluir de nación en nación, de continente en continente, el capital puede ser negro o blanco, puede hablar todos los idiomas bancarios, se recibe siempre con honores, siempre habla el idioma del país receptor, nunca tiene problemas para integrarse...
Por tanto, el problema reside en qué elementos colocamos en la balanza, es decir, a qué elementos queremos poner alfombras rojas, queremos suavizarle la vida, y a qué elementos, por el contrario, queremos aplicarle los mayores controles, los mayores impedimentos, haciéndole la vida imposible. El capitalismo, en su fase terminal, está enfrentándose actualmente a las consecuencias de su propia perversión: lleva décadas (incluso siglos) maltratando a los territorios (nacionales y extranjeros), esquilmando los recursos naturales, saqueando todo lo que puede a los países que albergan riquezas, dejando a sus poblaciones en la miseria, y llevando a cabo todo ello como si nuestro entorno fuese infinito, no se agotara jamás. Pero la realidad nos ha hecho topar con sus propios límites: los recursos externos e internos están sujetos a limitaciones, se agotan, y cada vez quedan menos sitios de donde extraer. A su vez, esos territorios a los que esquilmamos sus riquezas, incluso favoreciendo guerras y enfrentando a sus habitantes, entre ellos mismos y con los habitantes de terceros países, cuando ya no poseen recursos para sobrevivir, son movidos por los instintos más básicos de supervivencia, e intentan llegar a este otro mundo más "desarrollado", precisamente el culpable de haber expoliado al otro mundo, el mundo más "pobre". ¿Qué solución le daremos a esto? ¿Quizá un endurecimiento de nuestras políticas de fronteras? ¿Pondremos más vallas y alzaremos más muros? ¿Colocaremos más concertinas? ¿Desarrollaremos más tecnología para controlarlas? ¿Promulgaremos leyes más restrictivas? ¿Extorsionaremos aún más a estos terceros países de origen para que controlen que sus habitantes no salgan de sus fronteras? ¿De verdad creemos que todo esto va a funcionar? ¿De verdad pensamos que es sostenible la escalada donde se coloca alfombra roja a los capitales mientras se trata al ser humano con la punta del pie? Jamás solucionaremos este grave abismo civilizatorio hasta que recorramos el camino inverso al que venimos transitando: facilitar los tránsitos humanos, mientras colocamos fronteras duras a los capitales. Abrir las fronteras a las personas, mientras controlamos los flujos y accesos a los capitales. Recibir e integrar a los migrantes, mientras impedimos la aberrante "libre circulación" de los capitales. Pero la ceguera de nuestros gobernantes aún no les permite ver el abismo al que hemos llegado. ¿Tardarán mucho más en comprender la realidad? Continuaremos en siguientes entregas.