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12 abril 2017 3 12 /04 /abril /2017 23:00
Fuente Viñeta: https://laicismo.org/

Fuente Viñeta: https://laicismo.org/

El meollo del asunto estriba en liberarse del miedo, una emoción muy arraigada en el corazón humano. El miedo ha estado en el origen de la mayoría de las religiones, el miedo ha sido la fuente de la mayoría de los códigos morales, el miedo conforma nuestros instintos, en nuestra juventud nos inculcan el miedo y, en definitiva, el miedo está en el fondo de todo lo que es malo en el mundo. Una vez nos hemos liberado del miedo, tenemos toda la libertad del universo

Bertrand Russell

El dogma religioso, opuesto a los principios y valores democráticos, lleva a desarrollar una oposición radical a determinadas leyes cuya finalidad es reconocer derechos a personas, a animales, incluso a la propia naturaleza, como han sido históricamente las leyes del divorcio, el aborto, la liberación de la mujer, el matrimonio entre homosexuales, etc., que han encontrado siempre la activa y feroz oposición de la Iglesia Católica y de sus más encarnizados fieles. Por supuesto, estas leyes no obligan a nadie a divorciarse, a abortar, ni a casarse con una persona del mismo sexo, simplemente reconocen el derecho a poder hacerlo a las personas que lo deseen y cumplan los pertinentes requisitos legales. Por tanto, estas leyes no afectan a los fieles católicos que no deseen ejercer este tipo de derechos, y en todo caso, si desean ejercerlos, lo harán bajo el pleno uso de su libertad. Se trata por tanto de leyes que respetan el cumplimiento de las normas morales católicas para sus fieles. Sin embargo, la jerarquía católica pretende siempre que todos los ciudadanos, quieran o no, se sometan a sus normas morales, y que las leyes civiles, independientemente de lo que opine la mayoría del pueblo, se ajusten a sus creencias, que para ellos representan la verdad absoluta. Podemos encontrar un fantástico ejemplo de ello en la reciente polémica creada por el ya famoso autobús transfóbico de la organización ultracatólica Hazte Oir, que presenta sus intolerantes y aberrantes mensajes como una defensa "frente al totalitarismo de la ideología de género". 

 

Es decir, para ellos, las leyes aprobadas democráticamente representan la imposición de una ideología, y en cambio no dicen nada de la auténtica imposición a sangre y fuego del adoctrinamiento católico durante siglos en los cuerpos y las mentes de las personas. Absolutamente ridículo e indignante. Con esta idea fundamentalista, la jerarquía eclesiástica se opone férreamente a dichas leyes, convocando y participando, conjuntamente con la derecha católica, a la difusión de este aberrante pensamiento dominante, apoyándose precisamente en la falacia de que la mayoría de la población se declara católica en nuestro país. Y así, en sus manifestaciones no defienden únicamente una opinión contraria a la mayoritaria, sino que defienden la verdad única y absoluta, lo que conduce a la crispación cívica y política, cuyas consecuencias son difíciles de prever. En el ejemplo del autobús de Hazte Oír, se han levantado auténticos revuelos populares cada vez que el dichoso mensaje entraba en alguna ciudad, pues la inmensa mayoría no entendía cómo es posible que en pleno siglo XXI puedan defenderse dichos mensajes de odio e intolerancia hacia el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales. Pero el fanatismo de la Iglesia Católica no entiende de derechos humanos, sino de su dogma de fe. Para ellos, el ser humano es creación de Dios, y evitan todo cuestionamiento social o científico sobre su naturaleza que se separe del dogma religioso. Por ejemplo, en el caso del aborto tenemos un ejemplo muy ilustrativo: para ellos, en el mismo momento de la fecundación Dios pone un alma humana en dichas células, y por ello se convierte en algo absolutamente sagrado. Por eso entienden que el aborto es un asesinato. 

 

Incluso su oposición fanática, radical y enfermiza a muchas leyes les lleva a veces a promover abiertamente la desobediencia civil (algo que está lógicamente justificado en los casos de opresión de los pueblos o de las ideas, lo cual no es el caso), exigiendo, por ejemplo, a los abogados y jueces católicos que no tomen parte en las prácticas y decisiones derivadas de dichas leyes. La Iglesia Católica ha sido y es institucionalmente una asociación antidemocrática y fundamentalista, fuente de guerras y de violencia, y su fuerte expansión ha sido una de las causas principales que ha impedido el progreso social de los pueblos, oponiéndose en muchos casos al desarrollo de la ciencia y del conocimiento, y defendiendo sus privilegios por encima de las leyes. Esta postura sigue manteniéndose en la actualidad, por lo cual podemos concluir que la separación entre la Iglesia y el Estado es un objetivo fundamental para el desarrollo de una sociedad verdaderamente democrática. No obstante, un sistema democrático debe respetar escrupulosamente la ideología de los creyentes y la existencia de la institución católica, entendiendo que, aunque su estructura no es democrática, es aceptada libre y voluntariamente por sus fieles y adeptos. Pero no se puede tolerar bajo ningún concepto, que cualquier creencia religiosa dispute preceptos a la ciencia o al progreso social de los pueblos, que es tanto como decir a la democracia. Y en este sentido, el Concordato de 1979 y muchos Convenios con la Santa Sede son contrarios a las normas de la democracia, que implican la existencia de un Estado aconfesional. Tampoco es admisible que el Estado y su administración pública, que nos representan a todos, admitan la injerencia de la Iglesia Católica en su seno y sus actos civiles. 

 

Y abundando en ello, el Estado tampoco debe financiar centros privados o concertados de enseñanza, ni homologar automáticamente sus sistemas docentes. Ello no va en contra de la "libertad de enseñanza" (una libertad falaz que no existe), sólo propugna que la enseñanza privada se financie con recursos privados y que cumpla los cánones exigidos por el poder civil para que pueda ser homologada como enseñanza oficial. Por otro lado, el aparato del Estado, y en particular el Gobierno, tienen el deber ético de informar al conjunto de la ciudadanía de las características de cualquier religión en lo que se refiere a sus vulneraciones de derechos humanos y de las normas democráticas, con el fin de que el ciudadano o ciudadana que decida libremente formar parte de la institución católica (u otra cualquiera), lo haga con pleno conocimiento de causa. La falta tradicional de respeto y acatamiento de la Iglesia Católica al poder civil y su negativa real a una separación de los poderes eclesiástico y civil, constituyen un peligro real para el desarrollo democrático de nuestro país, y una pieza fundamental en la difusión del pensamiento dominante. Y ello porque la religión (todas ellas) nos impone un dogal, un límite para nuestro pensamiento racional, prohibiendo todo aquéllo que se sale del dogma religioso, es decir, de su verdad única y absoluta. Cualquier cuestionamiento del dogma provoca el rechazo del sujeto por parte de la orden religiosa. Se impide por tanto el pensamiento reflexivo y crítico, el pensamiento alternativo. Se cultiva el pensamiento obediente y receptor, único, que deriva en el colonialismo de las mentes, del cual es muy difícil salir. Por todo lo cual, la Iglesia Católica (todas en general) deben ser excluidas del ámbito democrático, es decir, del ámbito público. 

 

Y el pensamiento dominante (que no es precisamente el que propugna un Estado Laico) defiende, legitima y justifica que la religión ocupe tan preponderante lugar en la vida pública e institucional del país. Y todo ello, a lo largo del tiempo, se va traduciendo en que no sólo el propio modelo educativo, sino la moral, la escala de valores, los símbolos religiosos, las costumbres, el folklore en una palabra (concepto que resume todo el patrimonio cultural de un pueblo) se va impregnando de la cultura religiosa, y va asumiendo su comportamiento y su representatividad bajo los parámetros de influencia y presencia de la religión. Llega un momento en que la religión, que debería ocupar un lugar sólo en nuestros rincones y espacios más íntimos, ocupa casi todas las manifestaciones del Estado: la Pascua (incluso militar), la Semana Santa, las fiestas oficiales, las tomas de posesión, los homenajes a las víctimas de accidentes o catástrofes, los colegios públicos, los actos de nombramientos y celebraciones oficiales, unidos a la presencia de los representantes de la vida religiosa: monjas, curas, diáconos, capellanes, obispos, catequistas, curas castrenses, cardenales, y un largo etcétera, que se mezclan con los representantes oficiales del pueblo: alcaldes, concejales, diputados, senadores, presidentes de comunidades, ministros, mandos militares, el Rey...formando una mezcla finisecular entre el aparato del Estado y la jerarquía eclesiástica. Un peligroso tándem que hay que romper firme y decididamente. Mientras ese tándem no se rompa, continuará en las mentes de las personas la idea de la plena asociación de la "verdad" religiosa con la "verdad" pública, civil y democrática. Y como estamos demostrando, dichas "verdades" van por caminos antagónicos. Continuaremos en siguientes entregas.

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