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15 marzo 2017 3 15 /03 /marzo /2017 00:00
Fuente Viñeta: http://nuevarevolucion.es/

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Es tanta la prepotencia académica de los «historiadores» que las víctimas tienen que pedirles permiso para saber si su sufrimiento fue verdad o simplemente un espejismo

Cándido Marquesán

La fusión entre la tradición católica y el ideario fascista convergieron perfectamente en lo que se ha venido en denominar el "nacionalcatolicismo", que tenía como principal misión la destrucción de las políticas y las bases sociales y culturales que la Segunda República había fomentado. España volvía a ser católica, "Una, grande y libre". Para ello, la introducción del adoctrinamiento religioso debía llevarse a cabo con absoluta profundidad, de forma multifacética y de manera obligatoria, impuesto a sangre y fuego desde la más tierna infancia. El nacionalcatolicismo se introdujo tanto en el ámbito público como en el privado, dominando en el cuerpo legal del franquismo, en sus Instituciones y en el ámbito privado de los hogares y las familias. A cambio, la Iglesia Católica bendecía la extrema violencia ejercida contra los republicanos, y los revolucionarios socialistas, anarquistas y comunistas. La formación de este nuevo Estado y del nuevo concepto de "patria" destrozó las aspiraciones y conquistas culturales que muchos intelectuales habían forjado, por ejemplo mediante la Institución Libre de Enseñanza, llevando al pueblo los valores republicanos, libertarios, democráticos y anticlericales. En palabras de Juan Rivera: "El nacionalcatolicismo irredento consiguió imponer que "víctimas" sólo son las suyas, mientras menosprecia a las que represalió".

 

Y continúa más adelante: "Tapias y cunetas siguen rezumando ¡80 años después! "sangre y lágrimas" por el desprecio de quienes obtuvieron impunidad con la excusa de "no remover" un pasado que sin embargo no dudan en utilizar cuando se trata de canonizar a sus muertos o mantener el callejero de la dictadura". Esa es la tremenda anomalía que aún vivimos en nuestro país. Vamos a explicarlo, basándonos en este artículo de Antonio López y Acacio Puig para el blog "Afinidades anticapitalistas". En el inicio de la década de los años 30 del pasado siglo, la Iglesia Católica seguía siendo un poder latifundista y financiero muy importante en España. Contaba con un ejército de casi 90.000 personas dedicadas al culto religioso, y poseía locales en todas las ciudades, pueblos y aldeas del territorio nacional. Era pues un poder terrenal potente, pero absolutamente retrógrado, contrario a la modernidad, a la industrialización, al asociacionismo obrero, y sus posiciones pesaban en la marcha del país. La Iglesia no sólo no era ajena a la política (como se esfuerza en repetir), sino que había financiado tanto a Acción Católica (de la cual su fundador, E. Vargas, estuvo implicado en varios atentados fallidos contra las Cortes y el Presidente Azaña) como al partido Acción Popular, liderado por Gil Robles, que conspiraba ante la Italia de Mussolini buscando apoyo en armamento y dinero para derrocar la República proclamada el 14 de abril de 1931. 

 

Y así, en un contexto internacional de ascenso de los fascismos como expresión política de los intereses capitalistas en Italia, Alemania, Austria y España, las Conferencias Episcopales de cada uno de esos países dieron apoyo incondicional a los fascismos frente a la "amenaza bolchevique".  En nuestro país, a la lluvia de Pastorales animando al golpe militar, sucedió la Carta de los Obispos Españoles del 1 de julio de 1937, llamando a cerrar filas junto al Alzamiento y su Caudillo ("por la gracia de Dios"). El sanguinario Cardenal Gomá afirmaría en mayo de 1938 en el Congreso Eucarístico celebrado en Budapest: "Paz sí. Cuando no quede un adversario vivo". Las fotos de curas y obispos, haciendo el saludo fascista, acompañando a militares, falangistas y requetés, son demasiado abundantes para visibilizar el compromiso de la Iglesia con el ideario y la acción criminal de los alzados contra las libertades republicanas. Vendrell, el párroco del Penal de Ocaña, se reservó el "oficio" de dar el tiro de gracia a los fusilados (más de 1200). Bermejo, el cura-pistolero de Zafra, declaraba a la Agencia de Prensa Hava: "Todos los procedimientos de exterminio de estas ratas son buenos (...) Dios los aplaudirá". Isidro Lomba, cura en Badajoz, que se jactaba de ser "un gran cazador de rojos", empuñó una de las ametralladoras que masacraron multitudes en la Plaza de Toros de esa capital. El cura Izurdiaga, periodista, fundó la publicación "Jerarquía. Revista Negra de Falange", que en su mancheta lucía texto que arengaba a la "persecución y quema de periódicos y libros de rojos, judíos, masones, republicanos y separatistas". Guiados por el ardor nacionalcatólico, un sector muy importante del clero se distinguió por la denuncia, en todas las provincias, de enemigos de Franco. 

 

Con esos mimbres de poder, adhesión de la jerarquía católica al fascismo, curas pistoleros y curas chivatos, de conventos y seminarios convertidos en presidios y campos de concentración, y el uso como soporte (hasta hoy día) en la arquitectura religiosa del emblema falangista del yugo y las flechas junto a la reserva de sus "espacios sagrados" para el eterno descanso del dictador y sus secuaces de renombre, el espacio de "curas mártires por sus ideas" se reduce considerablemente a pesar de los esfuerzos beatificadores y mixtificadores de la Iglesia. Y así, la Iglesia Católica continuó siendo, durante toda la dictadura, fiel aliada del franquismo, vocera de sus Instituciones, y cómplice de toda su cruel manifestación. A cambio, la dictadura le proporcionaba protección y amparo, amplificaba sus dogmas como si fueran sentencias oficiales, y apoyaba activamente todo su ideario. En 1953 el Estado franquista firmó el primer Concordato con el Vaticano, que reconocía todos estos privilegios, y los proyectaba en el futuro, asegurando toda una serie de ventajas fiscales y privilegios educativos que llegan hasta nuestros días. El nacionalcatolicismo consistió en una perversa y retrógrada ideología, expresada como una moneda donde por una cara existía la represión de un execrable régimen militar, y por la otra, todo un retrógrado ideario donde además del propio adoctrinamiento y proselitismo religioso, se profanaba una profunda discriminación hacia la mujer, así como un odio terrible hacia todo aquéllo que se alejara del concepto de familia "tradicional", y por supuesto, una persecución implacable a los colectivos homosexuales (LGTBI, que aún no eran identificados por estas siglas). 

 

Tras la muerte del dictador, la Constitución de 1978 ignoró toda este aberrante papel de la Iglesia Católica, absolvió al nacionalcatolicismo mediante la Ley de Amnistía de 1977 (así como a los torturadores franquistas aún vivos, decretando un indecente "borrón y cuenta nueva"), otorgó un status preferente y exclusivo a la Iglesia de la Cruzada, y ratificó acuerdos que santificaron posteriores prerrogativas en campos sustanciales de la vida social, como los fiscales, educativos, tributarios, de medios de comunicación, de recursos, etc. (y que han sido descritos con detalle en nuestra serie de artículos "El inmenso poder de la Iglesia Católica", que recomiendo a mis lectores/as). Todo eso debe acabar si pretendemos convertirnos en una auténtica sociedad democrática, por más que los poderes políticos establecidos intenten prorrogar esta injusta situación de excepcionalidad, dentro de un Estado que se declara aconfesional. Pero los vestigios de este "franquismo sociológico" que sufrimos provoca que aún tengamos que soportar el consenso de la jerarquía eclesiástica con una vasta clientela de cierta edad y políticamente sumisa a lo que consideran "el orden y las tradiciones". Necesitamos conseguir la supresión del Concordato con el Vaticano, la normalización de la excepcionalidad fiscal de los bienes religiosos en un nuevo contexto de reforma fiscal progresiva, la supresión de las subvenciones a la enseñanza en sus centros concertados, junto al establecimiento de garantías de completa y absoluta laicidad en todos los aparatos del Estado (simbología, instituciones, rituales, costumbres, etc.), si queremos aspirar a un nuevo ordenamiento constitucional radicalmente democrático que acabe de una vez con el anacronismo que representan los privilegios de la Iglesia Católica en nuestra sociedad. Continuaremos en siguientes entregas.

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