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25 mayo 2017 4 25 /05 /mayo /2017 23:00
Arquitectura de la Desigualdad (39)

Así como cualquier revolución se come a sus hijos, el fundamentalismo de mercado sin control puede devorar el capital social necesario para el dinamismo a largo plazo del propio capitalismo. Todas las ideologías tienden al extremo. El capitalismo pierde su sentido de la moderación cuando la confianza en el poder del mercado entra en el terreno de la fe. El fundamentalismo de mercado (reflejado en una regulación mínima, en la convicción de que no es posible identificar las burbujas y de que los mercados son siempre claros) ha contribuido directamente a la crisis financiera y al consiguiente deterioro del capital social

Mark Carney (Gobernador del Banco de Inglaterra)

Como estamos exponiendo, esta arquitectura social de la desigualdad está fundamentada en el exagerado predominio de una élite poderosa, que configura las ideas predominantes y el debate público en su favor. De hecho, durante mucho tiempo, las élites de todo el mundo han utilizado su dinero, poder e influencias para dar forma a los dogmas y percepciones imperantes en la sociedad, y han ejercido este poder para oponerse a medidas que hubieran reducido drásticamente las desigualdades. Las élites políticas, sociales y económicas han utilizado esta influencia para promover ideas y normas que respaldan los intereses de los privilegiados, es decir, de ellos/as mismos/as. Bajo un aparente disfraz democrático, han puesto a su servicio las leyes, los cuerpos y fuerzas de seguridad y todo el aparato del Estado, para garantizar que se blindaban sus privilegios e intereses. Por todo ello es tan complicado abatir todo este complejo edificio social consagrado a perpetuar la desigualdad. Este es el motivo principal de que en gran parte del mundo exista una percepción bastante equivocada de la magnitud y el alcance de la desigualdad y de sus causas. Asímismo, las élites también utilizan su poder para frenar activamente la difusión de ideas contrarias a sus intereses, y en los casos más graves (obsérvese lo que está ocurriendo en Venezuela), las élites de todo el mundo organizan activamente la resistencia hacia los regímenes políticos que se orientan hacia sistemas económicos más igualitarios. 

 

Este comportamiento por parte de las élites debilita y socava la propia democracia, al negar a las personas y colectivos que no forman parte de esos grupos la capacidad de hacer oír sus opiniones y planteamientos en un plano de respeto e igualdad, lo cual mina la capacidad de la inmensa mayoría de la población para ejercer sus derechos, además de impedir a los colectivos más pobres y vulnerables salir de la exclusión social y de la pobreza. De hecho, desde el año 2011, esta separación entre las élites y el resto de la ciudadanía ha desatado protestas masivas en todo el mundo, desde Estados Unidos hasta Oriente Próximo, tanto en economías emergentes (como Rusia, Brasil, Turquía o Tailandia), como en Europa (incluso en Suecia). La mayoría de los cientos de miles de hombres y mujeres que tomaron las calles y las plazas en las grandes ciudades de estos países, eran ciudadanos/as de clase media que veían cómo sus Gobiernos no estaban dando respuestas a sus peticiones, ni defendiendo sus intereses, ni representándolos en los Parlamentos. Y así, movimientos como el 15-M en España, Nuit Debout en Francia, u Occupy en Estados Unidos, así como las llamadas "Primaveras Árabes" en los países de Oriente Próximo, han sacado a la luz el descontento popular y la denuncia de las mayorías sociales ante este secuestro democrático por parte de unos pocos, en detrimento de los muchos. ¿Y cuál ha sido la respuesta de las élites ante esta denuncia? Pues lamentablemente, en muchos lugares, los Gobiernos han respondido limitando de forma legal (e incluso extralegal) el derecho de la ciudadanía a exigir responsabilidades a esos Gobiernos y a las Instituciones, en lugar de priorizar sus derechos en la elaboración de políticas, y frenar la influencia de las élites más poderosas. 

 

O bien se han aprobado leyes restrictivas de derechos fundamentales y libertades públicas (incluso declarando estados de excepción democrática), o bien simplemente se han lanzado campañas coordinadas de acoso a las organizaciones de la sociedad civil, en un intento de frenar a los ciudadanos que tratan de expresar libre pero contundentemente su indignación ante el secuestro del poder político y económico por parte de una minoría. Hay que continuar en esta línea de la movilización y de la protesta popular, de la lucha en la calle y en las instituciones, pues es el único camino para cambiar la mentalidad social, destapando toda esta arquitectura de la desigualdad, y proponiendo medidas y sistemas alternativos más igualitarios. Las élites que nos gobiernan nunca van a renunciar a su poder voluntariamente, ha de ser el conjunto de la sociedad civil quien se enfrente a ellas, desarmando su influencia mediante procesos democráticos apoyados por la mayoría. Es posible y necesario adoptar medidas para revertir las tendencias que agrandan la enorme brecha que actualmente separa a ricos y pobres, a los poderosos de aquéllos que no tienen ningún poder. El mundo necesita medidas coordinadas para construir un sistema político y económico más justo, que ponga a la mayoría por encima de una minoría. Las normas, medidas y sistemas que han dado lugar a esta desigualdad extrema que padecemos en la actualidad tienen que cambiar, y deben adoptarse decisiones para equilibrar la situación, introduciendo políticas que redistribuyan la riqueza y el poder, que fomenten la justicia social, y que prioricen el reparto y la igualdad. 

 

El camino hacia un mundo más equitativo es, pues, imperiosamente necesario y urgente. Las obscenas desigualdades actuales no pueden continuar. Son nefastas desde todos los puntos de vista, que ya hemos expuesto en entregas anteriores de esta serie. Desde 1990, tanto en países de renta baja, como en los de renta media y alta, los ingresos derivados del trabajo constituyen un porcentaje cada vez menor del PIB, y un porcentaje cada vez mayor del mismo proviene de las rentas del capital, lo cual constituye una peligrosa tendencia que aumenta la desigualdad material entre ricos y pobres. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las políticas que redistribuyen los ingresos en favor del trabajo, como el aumento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), mejorarían significativamente la demanda agregada y el crecimiento, además de reducir la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, las últimas décadas se han caracterizado por un contexto de debilitamiento de la legislación laboral, que unido a las campañas de desprestigio de los sindicatos y a la capacidad de las industrias para trasladarse allí donde los salarios son más bajos y los trabajadores poco activos en la defensa de sus derechos, ha provocado que muchas empresas hayan optado libremente por ofrecer a sus trabajadores salarios de miseria y condiciones laborales precarias e indignas. Según la Confederación Sindical Internacional (CSI), más del 50% de los trabajadores a nivel mundial tienen empleos vulnerables o precarios, y el 40% está atrapado en el sector informal, donde no existen ni el salario mínimo ni los derechos laborales. En la actual economía global, muchos sectores se organizan en cadenas de valor mundiales: es el caso de las industrias manufactureras, como el textil o la electrónica, y del comercio de productos agrícolas básicos, como el azúcar o el café. 

 

En estos sectores, las empresas transnacionales, agentes económicas de un tremendo poder, controlan complejas y extensas redes de proveedores en todo el mundo, y obtienen enormes beneficios por contratar a trabajadores en los países en desarrollo, a los cuales no garantizan ni las más mínimas condiciones laborales. Trabajo esclavo y precariedad integral son las características que están detrás del poderío de estas grandes empresas, que se aprovechan de un sistema empeñado y dedicado a garantizar, extender y perpetuar las desigualdades. Y como es lógico suponer, los altos directivos de estas grandes empresas nadan en la abundancia, llevan escandalosos trenes de vida, y ejercen un liderazgo social indiscutible. Algunas personas aducen que la escasa remuneración de los trabajadores de estos grandes imperios empresariales en los países en desarrollo es el resultado de la demanda de precios bajos por parte de los consumidores finales. No es cierto. Numerosos estudios han demostrado que incluso un aumento significativo de los salarios en, por ejemplo, la industria textil, apenas harían variar los precios al consumo. Concretamente, un estudio realizado por Oxfam reveló que si se duplicase el sueldo de los trabajadores de la industria floral en Kenia, el precio final de un ramo de flores en las tiendas del Reino Unido, que actualmente es de 4 libras (6,50 dólares), aumentaría sólo en 5 peniques. Otro ejemplo: los ingresos medios de un director de supermercado británico (donde se venden las flores de Kenia) se han multiplicado por más de cuatro entre 1999 y 2010, pasando de un millón a más de 4,2 millones de libras. Si es posible que los modelos de negocio contemplen estos aumentos en las remuneraciones a los directivos, ¿por qué no incluir un salario digno para los trabajadores de quienes dependen dichas remuneraciones? Continuaremos en siguientes entregas.

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